Cuento breve:
Por
Norberto Álvarez Debans
En todo lo que hicimos hubo un
juego, oculto pero un juego al fin. Lo razono ahora, después de pasar tantas
dificultades a causa de ellas y, precisamente, en este momento en que dudo si
acostarme o no.
Me daba cuenta de que me habían
atemorizado a pesar de su pequeñez. Y todo comenzó cuando iba a buscar la
azucarera por las mañanas. Lo hacía nervioso, en guardia, temiendo volver
verlas.
Destapaba el recipiente e
inevitablemente las encontraba ahí. Con su presencia inquieta, oscurecían el
contenido. Esa multiplicidad de hormigas componía un manto que cubría el
azúcar. No siempre se presentaban así. A veces, habilidosas, se entremezclaban
con los finos granitos y después de una suerte de ocultamientos y apariciones
repetidas, surgían poderosas como un tanque lustroso, portando un minúsculo
terroncito entre sus pinzas.
Pero era ese brillo rojizo lo
que me molestaba, y el verlas moverse con tanta libertad sobre lo que era mío.
Y en esa disputa por la propiedad, comencé a temerles. Después de la sorpresa
desagradable de encontrarlas allí a diario, corría al baño y vaciaba con rabia
el contenido en el inodoro. Luego las observaba nadar entre el azúcar, (que se
hundía rápidamente), y el agua.
Ellas con sus patitas
extendidas buscaban flotar torpemente en la superficie, hasta que, decidido,
presionaba el botón del depósito y entonces veía esa cascada acompañada del
ruidoso murmullo del agua levándolas. Las hormigas desaparecían en medio de un
remolino que las hundía hacia las cañerías internas de la casa.
Luego, satisfecho, llevaba la
azucarera a la cocina y la lavaba, secándola, repentinamente para verter otra
vez en ella el azúcar. Eso sí, me deleitaba viendo caer los finos granitos que
se precipitaban cubriendo el espejado fondo de acero, hasta colmar la
azucarera, recordándome la arena clara de un antiguo reloj. Sólo después de
esta operación podía desayunar
tranquilo, y así, todos los días.
Pero fue una de esas mañanas,
cuando urdí el plan de esconder la azucarera después de desayunar. Creo que en
ese hábito posterior de ocultarla, cambiándola de lugar, estaba el juego y
ellas centraron allí el desafío. Yo que la ocultaba, preservando lo que era
mío. Ellas, que solo buscaban apoderarse de cuanta azúcar encontraban.
Pero era seguro que algún
rastro les dejaba, como una pista involuntaria, pues las hormigas
invariablemente encontraban la azucarera. Quizás cuando regresaba del baño iba
dejando caer los granitos de azúcar. Llegué a pensar en Hansel y Gretel y sus
trocitos de pan, en una repetición involuntaria del cuento. Por eso me doy
cuenta ahora, intentaba barrer afanosamente las diminutas y casi imperceptibles
partículas de azúcar, que seguramente caían en el piso cuando iba o regresaba
del baño. Las hormigas aparecían invictamente en la azucarera todas las
mañanas.
Se plegaban al juego, pero como
una recreación de la guerra, como si desde su pequeñez quisieran incitarme,
mostrándose desafiantes.
Ahora tomo el desayuno sin
azúcar porque no quiero seguirles más el juego, pero el café cada día me
resulta más amargo e insoportable.
Días pasados, cuando regresé de
las vacaciones, casi no creí lo que veía; el tarro que contenía el azúcar -con
cuyo contenido llenaba la azucarera- había sido derramado, (no me pregunten
cómo), pero seguramente en una acción colosal de las hormigas, aprovechando mi
ausencia. El contenido casi no se distinguía, cubierto de miles de cuerpecitos
rojos y brillantes. Se movían afanosas y coronaban sus cabezas con las pequeñas
partículas blanquecinas, que transportaban enfilándose en largas caravanas.
Negarles el azúcar a las
hormigas es imprudente, por las represalias. Ahora las he visto en el
dormitorio, sacando tierra de los cimientos de la casa y creo advertir el juego;
una elaborada venganza, una solapada acción donde siempre ganarán ellas.
Copyright Norberto Alvarez Debans.
Muy bueno!
ResponderEliminarMuy bueno!
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