domingo, 20 de septiembre de 2015

HAMBRE

Cuento breve:

Por Norberto Álvarez Debans

El asunto es procurarse un cospel, del fondo de alguno de los bolsillos. Después, el molinete. Mezcla de alcancía y barrera, que en atención al depósito, abre las puertas al viaje. El paseo es rápido.

El señor del silbato, con la estridencia del pequeño instrumento, té despierta en cada estación y con la llave de tubo que extrae del cinto, abre las puertas del vagón. ¡Estación, pito y llave! Hasta llegar a destino. Allí la gente en tropel que sale y la pelea con los que quieren entrar. Nosotros los que llegamos más tarde, ellos los que madrugaron y ya vuelven. Uno-a-uno, dos-a-uno, forcejeo y lucha. Tres que salen, uno que entra. Estación, pito y llave. ¡Tres a Tres! Final, y el cuello de botella; la angosta escalera mecánica, hoy: ¡Sorpresa!

Casi al llegar arriba, (cómodamente transportados), la gente que se demora en salir... ¡gritos! Nadie sabe qué pasa. Rumores. Un viejo agazapado en la boca de la escalera, tirado en el piso, lucha contra ella y sus dientes de acero, para que no le lleve un pié. Ya le tragó el mocasín, y ahora no puede impedir que le absorba la media, desnudando su escuálida extremidad.

Los mayores, con torpes e imprevisibles movimientos caen sobre él. Los más jóvenes saltan. ¿Y la escalera? La escalera mecánica sigue subiendo gente que se amontona sofocada. Ya le llevó la media al viejo y ahora le quiere comer los dedos de los pies. Una mujer calzada con botas, por socorrerlo, no pudo evitar que la insaciable escalera le devore las suelas de goma. Los dedos de los pies de la mujer sangran, los del viejo también. La escalera voraz quiere llevarse a otros.

La gente se sigue amontonando sobre el viejo, ya cansado de luchar, y van cayendo unos sobre otros sofocándolo. Algunos testigos gritan desesperados: ¡Paren la escalera! ¡La escalera, por favor! Pero no hay quien sepa hacerlo, ella sigue incesante, apilando gente y se las va comiendo, se las va comiendo, se las va comiendo...

Referencias:
Buenos Aires, 1º de agosto de 1982. Estación Florida, subterráneo línea B, 10:55 horas. Los nombres de los desaparecidos no fueron suministrados.

Cóspel; moneda que se compraba en boleterías para viajar en Subterráneos. Señor del silbato; Guarda que hacía sonar un silbato cuando llegaba a cada estación. Llave de tubo, que colocaba en una “cajita” sobre el cabezal de la puerta, para que se abrieran las puertas de los vagones.

martes, 8 de septiembre de 2015

EL COMPLEJO

Cuento breve

Por Norberto Álvarez Debans

Era un exceso, los piropos que oía; -Vení conmigo,.. que te hago esto o aquello. Era cosa de todos los día, y entonces ella, oídos sordos. Pero el fastidioso complejo existía, y ahí no había oídos sordos. Tampoco había talle para sus preocupaciones. Porque cuando no eran los breteles que se cortaban, era el elástico o el cierre que saltaba. Hasta tuvo que aprender a caminar más pausada, menos rítmica, porque el batidos de pecho era tal, que terminaba por romper cuantos corpiños compraba, eso siempre y cuando consiguiera una medida, aunque más no sea, aproximada.

El padre, un día, medio en broma y medio podrido de escuchar los íntimos problemas de su hija, terminó por decirle que porqué no se los hacía de cuero; -"¡Ásetelos de suela, carajo!, le dijo un día, medio exacerbado.

Lo peor es que tampoco podía aprovechar la moda del destape, para andar sin nada debajo de las blusas, porque el ritmo de los piropos aumentaba y el calibre de los mismos también. Terminó por caminar abrazada. Parecía que llevaba una bolsa entre los brazos.

Así que un día, colmada su paciencia y cansada por el dolor de brazos, tanto sostener sus pechos, terminó por ir al médico a preguntarle si se los podía reducir. El médico, rascándose la barbilla mientras la observaba, sin apuro, le dijo que el problema de ella era psicológico ya que él entendía que su defecto era en realidad un atributo. El psiquiatra le dijo que ella debía asimilar su cuerpo, porque lo de ella era propio y no prestado, así que el mejor consejo era tomar las cosas como eran.

El caso es que Prudencia, no dejó de tomar sus cosas, caminando abrazada y fue tal su costumbre que la convivencia fue un dilema. Ya no se comedía a alcanzar nada con sus manos y sus padres terminaron por acercarle todo lo necesario para que ella no ocupara sus manos y siguiera en la obsesión de cubrir sus pechos, disimulando para sí, el complejo. Suerte que la vida dura, no dura tanto...

Todo cambió cuando vino el zinglero a reparar un caño del desagüe. La vio y se enamoró, fue fulminante. Le hizo toda clase de festejos y cambió cuantos caños de zinc encontró en la casa, con tal de ir todos los días a verla. Pero si bien lograba su confianza, no podía hacerle despegar los brazos de sus pechos, aumentando su curiosidad y su paciente amor.

Un día, inspirado en el sombrerete de un caño, tuvo una idea. Casi corrió a su taller con el sombrerete en la mano y pasó toda la noche trabajando febrilmente. Cortando chapas y soldando, por aquí y por allá. No descansó un solo instante hasta ver terminada su obra. Cuando hubo finalizado, la pulió, la perfumó y la envolvió cuidadosamente, corriendo presuroso a la casa de Prudencia.

Cuando le mostró a Prudencia, el resultado de su trabajo, ella, por primera vez en meses, despegó las manos de su generoso cuerpo, y tomándolo en sus manos, lo observó con alegría e inmediatamente se probó encantada, el corpiño de lata.


Copyright Norberto Álvarez Debans. Reservado todos los derechos

lunes, 7 de septiembre de 2015

DESTELLOS

Cuento breve
Lo estupendo de la alegría es que viene sin merecerla.
Herman Hesse
Por Norberto Álvarez Debans

Llegó al hotel prendido de la imagen que capturó de un aviso en la tele. Al abrir la puerta de la habitación asignada vio la humedad que manchaba las paredes. Su corazón dio un vuelco y éste, casi se le cayó dentro del bolsillo de la camisa color rosa.

Reponiéndose, increpó duramente al botones, al tiempo que masajeaba su intrépido corazón, volviéndolo delicadamente a su lugar. Atónito el botones por lo que veía, llevó al pasajero ante el conserje. Este, tras una larga charla, propia de un relacionista público, lo empaquetó. El hombre y el corazón, volvieron y tras colocarse un impermeable, que generosamente le proveyera el conserje, durmieron plácidamente en la habitación asignada en una latente unidad.

La humedad, en acuosa armonía, siguió prendida de las paredes, hasta que la meditación y el silencio de la vigilia, lloró su angustia sobre las paredes, con gruesos goterones. Inundando con su insensible actitud la habitación, ahogando al pasajero.

Por la mañana cuando el botones abrió la habitación, una avalancha de agua se le vino encima y el cuerpo con la camisa rosada y el impermeable blanco (aún abrochado) lo derribaron, ahogándose también el botones, junto con su curiosidad.

Ante el creciente escándalo, los gritos de sorpresa y dolor, que profiriera el botones, el conserje, presuroso concurrió al lugar, sin advertir en el piso al atlético corazón del desgraciado pasajero, que tratando de salvarse había saltado del cuerpo que lo albergaba y latente y vigoroso aún, fue pisado por el conserje, tiñendo de rojo sangre la alfombra beige. Con tan mala suerte, que por efectos del resbalón fue a dar con su cabeza contra un delgado tabique. En su torpe acción murió, derribando parte de la mampostería, dejando al descubierto una inmensa fortuna en brillantes que habían permanecido oculta entre los ladrillos. Como si fueran bolitas rodaron y regaron el piso con llamativos reflejos, esparciéndose entre los muertos.


El agua, que se escurría por el pasillo del hotel buscando su nivel, iba arrastrando las piedras preciosas. Provocando el arrojo del personal –siempre atento a los valores- y limpiándole la sangre del inquieto corazón del pasajero, las elevaban por sobre sus cabezas, mirándolas al trasluz, mientras las hacían girar, dejándose bañar por sus destellos. Con alegría, por el descubrimiento, saltaban y brincaban, jurando haber llegado al mismísimo cielo.

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