Cuento breve
Por
Norberto Álvarez Debans
Era un exceso, los piropos que
oía; -Vení conmigo,.. que te hago esto o aquello. Era cosa de todos los día, y
entonces ella, oídos sordos. Pero el fastidioso complejo existía, y ahí no
había oídos sordos. Tampoco había talle para sus preocupaciones. Porque cuando
no eran los breteles que se cortaban, era el elástico o el cierre que saltaba.
Hasta tuvo que aprender a caminar más pausada, menos rítmica, porque el batidos
de pecho era tal, que terminaba por romper cuantos corpiños compraba, eso
siempre y cuando consiguiera una medida, aunque más no sea, aproximada.
El padre, un día, medio en
broma y medio podrido de escuchar los íntimos problemas de su hija, terminó por
decirle que porqué no se los hacía de cuero; -"¡Ásetelos de suela, carajo!,
le dijo un día, medio exacerbado.
Lo peor es que tampoco podía
aprovechar la moda del destape, para andar sin nada debajo de las blusas,
porque el ritmo de los piropos aumentaba y el calibre de los mismos también.
Terminó por caminar abrazada. Parecía que llevaba una bolsa entre los brazos.
Así que un día, colmada su
paciencia y cansada por el dolor de brazos, tanto sostener sus pechos, terminó
por ir al médico a preguntarle si se los podía reducir. El médico, rascándose
la barbilla mientras la observaba, sin apuro, le dijo que el problema de ella
era psicológico ya que él entendía que su defecto era en realidad un atributo.
El psiquiatra le dijo que ella debía asimilar su cuerpo, porque lo de ella era
propio y no prestado, así que el mejor consejo era tomar las cosas como eran.
El caso es que Prudencia, no
dejó de tomar sus cosas, caminando abrazada y fue tal su costumbre que la
convivencia fue un dilema. Ya no se comedía a alcanzar nada con sus manos y sus
padres terminaron por acercarle todo lo necesario para que ella no ocupara sus
manos y siguiera en la obsesión de cubrir sus pechos, disimulando para sí, el
complejo. Suerte que la vida dura, no dura tanto...
Todo cambió cuando vino el
zinglero a reparar un caño del desagüe. La vio y se enamoró, fue fulminante. Le
hizo toda clase de festejos y cambió cuantos caños de zinc encontró en la casa,
con tal de ir todos los días a verla. Pero si bien lograba su confianza, no
podía hacerle despegar los brazos de sus pechos, aumentando su curiosidad y su
paciente amor.
Un día, inspirado en el
sombrerete de un caño, tuvo una idea. Casi corrió a su taller con el sombrerete
en la mano y pasó toda la noche trabajando febrilmente. Cortando chapas y
soldando, por aquí y por allá. No descansó un solo instante hasta ver terminada
su obra. Cuando hubo finalizado, la pulió, la perfumó y la envolvió
cuidadosamente, corriendo presuroso a la casa de Prudencia.
Cuando le mostró a Prudencia, el
resultado de su trabajo, ella, por primera vez en meses, despegó las manos de
su generoso cuerpo, y tomándolo en sus manos, lo observó con alegría e inmediatamente
se probó encantada, el corpiño de lata.
Copyright Norberto Álvarez
Debans. Reservado todos los derechos
buen relato, Norberto, un tema por el que pasamos cuando somos adolescentes, jajajajaaaa
ResponderEliminarSon esas cosas...los ojos, el cabello, la altura, la espalda, etc., que vamos descubriendo.
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